De Elia Saneleuterio Temporal
Universitat de València / Universidad Católica de
Valencia
Calentita
todavía nos llega la última novela de González de la Cuesta, Nunca seremos los
mismos, publicada hace escasos meses por una editorial joven cuyo nombre
tampoco pueden perderse: Unaria.
Aunque la novela
teje como telón de fondo un escenario fibroso de la historia de España, los
últimos días de la guerra civil y las vicisitudes del exilio, el autor sabe
hacerse su hueco entre las mejores obras que en la última década han resurgido
el tema, con Soldados de Salamina a
la cabeza.
Digo novela, pero tiene alguna
incursión del género teatral: se trata de un detalle, pero curioso, el hecho de
que el autor nos ofrezca al principio un elenco exhaustivo de personajes. Lo
cierto es que el lector agradece la ayuda, en novelas con muchos personajes,
porque es difícil retener la identidad de algunos que aparecen de manera
puntual.
Es un libro que se disfruta, que
se acaba y se recomienda a los amigos. Elementos dramáticos aparte, incluso
poéticos, entre sus páginas se encuentra la posibilidad de degustar lo mejor
del género narrativo: para empezar, una estructura propia de los grandes hitos
del género. Dividida en 28 capítulos, la novela avanza con ramas cuya relación
o tronco común conoce el lector, pero no los personajes. Lo interesante es que
en ellos se distribuye el argumento en tres o cuatro tramas paralelas, que se
van sucediendo estratégicamente, consiguiendo grandes golpes de efecto en los
momentos en los que el autor las entrecruza, pues no siempre nos encontramos
ante el resultado que quizás estábamos esperando. Resumiendo, tanto las
sorpresas argumentales como la estructura en capítulos relativamente breves
facilitan el mantenimiento del ritmo, al mismo tiempo que agilizan la lectura y
aseguran al lector indudable amenidad.
Asimismo la transición entre los
capítulos se realiza como lo harían los grandes maestros del género. Guardando
una pregunta cuya respuesta abre toda una perspectiva de interpretación, por
ejemplo como cuando tras presentar a una mujer desconocida, que acude a una
reunión secreta, descubrimos que no es tan desconocida para nosotros como
lectores, aunque lo sea para los personajes en ese momento.
—¿Cómo te
llamas? —preguntó Marga rompiendo el frío silencio que se había instalado en
todos los demás.
—Mi nombre es
Viveka Grossman. (p. 256)
En la presentación del personaje, el autor deja el nombre
para el último lugar, un nombre por otra parte elegido con gran poder de
atracción, como el del resto de personajes.
El capítulo siguiente retoma una de las tramas argumentales
diferentes, dejándonos el regustillo en el paladar de aquello que la simple
mención del nombre nos ha suscitado. En mi opinión, esta es una de las
estrategias del suspense mejor conseguidas del libro.
Pero no siempre hay respuesta para estas preguntas que
González de la Cuesta nos deja para el final… A veces las deja latir en el
aire, sin réplica. Por ejemplo, cuando Marcial pregunta al personal del Hostal
del Gall por Manuel: “Una cosa más. ¿Me podrían describir a nuestro sujeto?”
(p. 284). Conocemos la respuesta, pero no si los interlocutores la satisfarán,
ni tampoco las implicaciones que esta tendrá en el avance de la investigación
de Marcial… Y como siempre, el siguiente capítulo, desmarcándose de Marcial y
centrándose ahora en otros de los protagonistas, nos obligará a mantener la
intriga en la recámara, mientras se abren nuevos interrogantes.
Pero sobre todo, la novela brinda
al lector la oportunidad de disfrutar de una prosa de lujo, con una cadencia
adecuada a los requerimientos de momento argumental, según la contracción o
distensión de la acción. Y en relación a esto considero que la novela es
bastante decorosa, y me estoy refiriendo al concepto aristotélico de decoro,
que recuperaron los ilustrados y neoclásicos a finales del siglo XVIII. Decoro
como adecuación de la caracterización física, lingüística, de vestuario, etc.
de los personajes a su realidad social, política, de acuerdo con su extracción
cultural y económica. Por ejemplo, las referencias toponímicas son diferentes
en las descripciones que en boca de los personajes: Girona/Gerona, etc. El
autor ha realizado un trabajo profundo de documentación histórica y geográfica
que es de agradecer, por la cultura con la que ilustra al lector.
Recuperando la referencia al
decoro, por supuesto no me refiero a la ausencia de jugo morboso, que lo hay,
aunque sin excederse, que hasta en esto hace el autor gala de buen gusto. Si
hay que soltar tacos para caracterizar a un personaje o a una situación, se
hace, todo ello con cuidado exquisito del ritmo. Y por ello les quiero regalar
un fragmento en el que se consigue magistralmente esta caracterización de la
que les hablo.
Quince minutos,
quince, llevaba Marcial esperando a que le sirvieran en un bar del barrio de
Sants un café y un bollo. Quince minutos que se estaban clavando en su
paciencia como un puñal. Era intolerable que le trataran así, a él, que podía
cerrar el local con un simple chasquido de dedos. Era tanto su enfado que,
cuando la chica vino con el servicio, dio un manotazo tirando taza, plato,
bollo y bandeja por los suelos. Fue un acto de mala leche y soberbia, que dejó
a la camarera y a todos los que estaban en el bar estupefactos. La primera
reacción fue del dueño que se lanzó sobre él:
—Pero usted qué… —cortada inmediatamente por Marcial, que saltó hacia
atrás, sacó su pistola reglamentaria y
encañonó la frente del hombre.
—No me toque los cojones más de lo que ya lo ha hecho —le gritó— si no quiere que le joda ahora
mismo la vida. (p. 273)
Pero donde se luce el autor,
donde yo como lectora he nadado, buceado, con inmenso placer literario, es en
los momentos de emoción contenida o distensión en el ritmo de la acción. Yo
confieso que me pierdo, en el sentido de que abandono mis sentidos en prosa
como esta. Me detengo en ella, degustando lingüística y metafóricamente la
trama, el texto (recordad que texto tiene
la misma etimología que tejido).
Quizás sea yo muy platónica. Pero lo cierto es que cuando el escritor se recrea
en la elección de la palabra precisa, cuando se divierte con la construcción no
solo del argumento, sino también de la sintaxis, plegándola a su antojo, cuando
el autor disfruta, eso se nota, y permite al lector disfrutar con él.
Cuando su
cuerpo cansado y envejecido asomó por encima del resto, de repente un silencio,
casi reverencial, se hizo en la estación. Todas las voces, todos los sonidos se
apagaron como si un viento de admiración hubiera barrido los andenes. Incluso
los gendarmes que ya se preparaban para intervenir se quedaron clavados en el
suelo. El pueblo amaba a Antonio Machado, adoraba sus poemas, y ahora, ante
ellos, ante ese gentío que abarrotaba las estación de Cerbère, posiblemente en
el día más aciago de su vida, personas que tomados uno por uno tenían una vida
rota que recomponer: familiar, personal, profesional… Ante todos ellos, como
expresión de todos los hombres, mujeres y niños que se habían visto forzados al
exilio, con la derrota colgada a sus espaldas como una losa, se encontraba el
poeta que habían recitado en el colegio hasta la memorización de sus poemas,
con el que se habían enamorado y soñado; el hombre que mediante su poesía y sus
escritos les había enseñado que otra vida era posible y necesaria, y había
apoyado, sin fisuras intelectuales, el camino de la República como valor de
progreso y libertad. Todos estos pensamientos le vinieron a la cabeza a Manuel,
cuando la piel se le erizó por el silencio impresionante que la sola presencia
en Machado había provocado. (p.
104)
Para acabar me permito la licencia
de anunciaros una profecía. González de la Cuesta no será el mismo después del
éxito que seguro cosecha esta novela.
Pensemos un momento. Un año antes
de escribir el Quijote de Cervantes nadie podría haber afirmado que era el
autor del Quijote. ¿Quién era Cervantes a finales del siglo XVI? Quien tuviera
el placer de platicar veinte minutos con él no habría platicado con el
Cervantes que conocemos ahora.
Ahora veis que no era un juego de
palabras. González de la Cuesta, el autor de Nunca seremos los mismos, nunca será el mismo. Y nunca lo será
porque este libro no va a poder ser borrado, ni de su currículum ni de la
memoria de los lectores. Tampoco va a quedar como una obra más dentro del
género de novela histórica de la guerra civil y el exilio, ni dentro de la
historia de la literatura española en general.
Quiero dejarles con las palabras con
las que González de la Cuesta nos hace pensar al respecto. En una de las
numerosas reflexiones mágicas, aplomantes, que dispersa por la novela, nos
dice:
Al tercer día
de llegar, Bernard le anunció que se iba. Había contactado con compañeros del
Partido Comunista Francés y estos le habían encontrado un nuevo alojamiento;
volvía a la lucha contra el fascismo, que en esos días en París tomaba fuerza,
agitando la vida pública parisina, por los rumores crecientes de confrontación
con la Alemania de Hitler, a pesar de los incesantes desmentidos del gobierno.
Cada uno debe seguir su camino —le dijo— y aquella noche en Le Chat Noir, rodeados de artistas,
bohemios, vinos, tabaco y nostalgias, se emborracharon hasta el amanecer. No se
volverían a ver nunca más, pero eso entonces no lo sabían, y tampoco les
importaba. (p. 207)
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